Por Néstor Gorojovsky
Entre principios de 2011 y mediados de 2013, Egipto vivió una inestabilidad y violencia política que solo pueden igualarse a su explosiva situación financiera y a una vida cotidiana que, para la mayoría de la población, consiste en no estar mañana peor que hoy.
En ambos extremos del período, dos grandes movilizaciones de masas movieron a las Fuerzas Armadas a derribar a Hosni Mubarak, primero, y a Mohamed Mursi, el presidente de la Hermandad Musulmana, después. La Hermandad Musulmana no es un partido político. Tiene expresiones políticas, pero es una fraternidad pía con fuerte componente caritativo.
Su objetivo es instaurar, en Egipto y en el mundo musulmán en general, una versión de la doctrina islámica que imponga una interpretación conservadora y medievalista de la ley coránica (la sharía) como norma jurídica del país.
Nace como reacción ideológica a la penetración colonial de Occidente.
Pero fue la compañía anglofrancesa del Canal de Suez, núcleo del
coloniaje egipcio, la que financió la construcción de su primera mezquita, y su fundador, en 1928, fue un funcionario de esa compañía, Hasán el Bana.
Intransigente y extremista, pero sumisa al control colonial, su red de caridad palió la creciente miseria de la población egipcia y se hizo tan indispensable que el mismo Nasser, presidente militar laico desde 1952 que los persiguió a partir de 1954 tras acusarlos de atentar contra su vida, les permitió subsistir en la semiclandestinidad.
Desde allí, la Hermandad conspiró contra todos los gobiernos seculares del mundo árabe, y con más ahínco cuanto más progresistas eran. Es famoso su violento alzamiento contra el gobierno sirio en la década del 80, y hoy está firmemente aliada con los grupos armados que quieren destituir al Presidente de ese país. La degradación política del nasserismo culminó con Hosni Mubarak. La Hermandad, entre tanto, fue adoptando una imagen de moderación. Tras deslindarse del del movimiento que enfrentó a Mubarak y provocó su caída, se sumó a la lucha contra el continuismo mubarakista. Intentó representar la voluntad democrática general del pueblo egipcio. Eternos perseguidos, eran buenos candidatos. Y así Mohamed Mursi, con su apoyo, derrotó en una segunda vuelta electoral al representante del mubarakismo. Tras 85 años sin haber podido gobernar Egipto, estaban en condiciones de mostrar que eran capaces de convivir en el secular país de las pirámides con todas las demás expresiones políticas, religosas y culturales. No lo lograron. La situación económico-social empeoró. Egipto siguió en la estela de la política estadounidense en el Medio Oriente. Y, para peor, Mohamed Mursi fue cerrando las vías a cualquier solución no islamista de la
situación egipcia.
A la caída de Mubarak, el ejército disolvió la cámara baja del
Parlamento. Mursi hizo elegir una cámara alta donde la mitad de sus miembros serían designados por el presidente y la otra mitad por el voto. Solo el 7% de los electores participó en la votación.
Implantó una constitución islámica, apoyándose en un referendo constitucional unilateral al que acudió solo el 20% de los electores.
Blindó su poder decretando que sus actos no podrían recurrirse en sede judicial, y blindó el poder de su senado (la Shura) en el mismo acto jurídico.
La desocupación superó el 30%, e hizo especial impacto en los jóvenes.
Se fue desatando una espiral de violencia, muchas veces bajo sospecha de instigación o vista gorda de la Hermandad Musulmana y el gobierno. Una movilización de todas las fuerzas seculares de Egipto logró obtener más de 20 millones de firmas en una campaña para que Mursi llamara a elecciones anticipadas.
El 30 de junio, pese a que el gobierno afirmaba que podía haber disturbios y provocaciones, como mínimo 15 millones llenaron las plazas y centros de todo el país en lo que fue quizás la más grande protesta política de la historia.
Y, finalmente, Mursi se plegó a la cruzada "islamista" contra el gobierno sirio asegurando que daría ayuda a la oposición destituyente que, con fuerte apoyo de las dinastías petrolero feudales e islamistas reaccionarias del Golfo Pérsico, sostiene una guerra contra el presidente Bashar el Assad que ya causó alrededor de 100.000 víctimas.
Eso colmó el vaso de las Fuerzas Armadas, en las que, tal como en el caso de Mubarak, todos tienen puesta su mirada. La moneda de oro del mundo árabe vuelve a rodar por las arenas.
Existe una poderosa decisión popular de impedir que su movimiento les vuelva a ser secuestrado. Pero igualmente poderosas son las fuerzas que procuran aplacar esa voluntad masiva.
Hay fuertes intereses en un país que es el corazón mismo del mundo árabe, el más poblado, el que controla el paso entre el Mediterráneo y el Índico, el que tiene la más larga tradición de independencia. Esos intereses no necesariamente prevalecerán sobre la voluntad del pueblo egipcio que ya empujó a las Fuerzas Armadas a voltear dos presidentes, pero puede suceder.
Las apuestas están todas abiertas. El ajedrez del Medio Oriente puede sufrir cambios fundamentales en cuestión de meses.
Analista Internacional - Telam - La Señal Medios.